En una entrada anterior, comentábamos los casos antagónicos de Toshiba y Banesto con relación a su gestión comunicativa de sendas campañas publicitarias con motivo del campeonato mundial de fútbol.
En el caso de la multinacional japonesa, una campaña publicitaria poco clara (que incluía la necesidad de registro posterior en la web de la compañía para participar en la promoción), había desencadenado un torrente de protestas y denuncias respecto a la actitud de la compañía, con el consiguiente daño en la imagen de la empresa.
Lejos de rectificar en un primer momento y ofrecer a todos los clientes que habían participado en la campaña los premios ofertados, la compañía perseveró en su error y el torrente amenazó con desbordarse y seguir horadando su prestigio corporativo.
Finalmente se ha impuesto la cordura y todos los clientes podrán reclamar el importe de los productos adquiridos.
Pero queda la sensación, supongo que también en el seno de la organización, de que su gestión ha dejado bastante que desear.
Aun en el caso de que la empresa estuviera convencida de la bondad de su campaña y la claridad de sus planteamientos, las primeras protestas le debían haber llevado a reevaluar su estrategia porque la clave de toda acción de comunicación no está en cómo se traslada la información sino en cómo se percibe. Y en este caso, estaba claro que algo falló.
Al final se desperdició una oportunidad de rectificar en un primer momento, cuando se detectaron las primeras quejas, y de aparecer como una empresa que escucha y se preocupa de sus clientes.
El caso se ha resuelto pero el coste de imagen ha sido importante. ¿Era inevitable?