Soy poco partidario de los extremos, tanto por convicción personal como por pragmatismo profesional; en el ámbito de la comunicación es bastante desaconsejable tanto estar innovando continuamente -en el supuesto de que se tenga esa capacidad, bastante escasa en nuestros días- como anclarse en el pasado y no moverse -este segundo caso es, lamentablemente, mucho más común.
Por ello conviene siempre medir los pasos que se piensa dar pero ser conscientes de que la falta de movimiento lleva inexorablemente al fracaso, más pronto que tarde.
En ese sentido, las redes sociales no deberían ser una excepción. Sin embargo, muchas de las opiniones que se vierten sobre su capacidad y efectos son radicalmente favorables o detractoras, quizá por ser un fenómeno relativamente nuevo.
Para evidenciar ambos puntos de vista, me gustaría detenerme en una entrada de Luis Arroyo (¿Por qué la revolución no vendrá por Twitter?, enlace ya no disponible) en la que recogía un artículo de la prestigiosa The New Yorker para afirmar que los vínculos en las redes sociales son debilísimos y, por lo tanto, incapaces de tener una influencia real.
Por otro lado, en el blog de comunicación política de Mas Consulting -será por las fechas pero llevo varias entradas con una referencia continuada sobre este tema- tenía su reflejo el caso de la empresa Gap, obligada a retirar su nuevo logo tras las protestas suscitadas en diferentes redes sociales.
¿En qué quedamos? ¿Habrá revolución o no? ¿Vendrá de las redes sociales? Pues como bien dice el adagio popular: ni sí ni no sino todo lo contrario. Es decir, depende.
Los Social Media no son la panacea pero sí constituyen un medicamento que conviene saber administrar en según qué casos.
Tal y como decía Aristóteles, la virtud suele encontrarse en el justo punto medio, ni en la negación ni en la entrega incondicional.