¿Por qué somos tan malos en detectar las mentiras?

 

¿Recuerdas a Bernard Madoff, el asesor de inversiones condenado a cadena perpetua por un fraude de más de 64 000 millones de dólares?

¿Por qué nadie se dio cuenta de la enorme estafa que estuvo gestando durante años?

¿Cómo es posible que nadie advirtiera que una estrategia de inversión ligada a la bolsa no puede tener beneficios completamente estables?

El periodista y sociólogo Malcolm Gladwell lo explica perfectamente en su libro Hablar con extraños.

Hablar con extraños, Malcolm Gladwell

 

Tiene que ver con el sesgo de veracidad que aplicamos a las personas que conocemos. Partimos de la hipótesis de que la gente es sincera y nos lanzamos a juzgar a los desconocidos con una ligereza que jamás nos aplicaríamos a nosotros mismos.

Y los seres humanos no somos sencillos, ni simples.

Si volvemos a nuestra historia en torno a Madoff, hubo quien descubrió sus actos y trató de denunciarlos, sin éxito, durante años: Harry Markopolos.

La gente tiene demasiada fe en las organizaciones grandes. Tienen fe en las empresas auditoras, en las que nunca debes confiar porque son incompetentes (…). La industria de los seguro está corrupta por completo… Harry Markopolos

Porque, lo queramos o no, somos muy malos a la hora de detectar mentiras.

Como promedio, según se explica en el libro, identificamos de forma correcta a los mentirosos un 54 por ciento de las veces; apenas algo mejor que la pura casualidad.

Y da igual quién sea el juez: los estudiantes lo hacen muy mal; los agentes del FBI lo hacen muy mal; los agentes de la CIA lo hacen muy mal; los abogados lo hacen muy mal…

No nos comportamos como científicos prudentes que acumulan, poco a poco, las pruebas sobre la veracidad o falsedad de algo antes de alcanzar una conclusión. Hacemos lo contrario. Empezamos por creer. Y dejamos de creer solo cuando nuestras dudas y recelos llegan a tal punto que no podemos dejarlos a un lado.
En un mundo en el que nuestro detector de mentiras está, por lo general, apagado.
Necesitamos un disparador para salir del sesgo de veracidad, pero el umbral de los disparadores es alto.

Así podemos explicar -en parte- por qué circula libremente tanta desinformación y por qué damos crédito a auténticas barbaridades que no resistirían ni un mínimo análisis lógico.

Para complicar aún más nuestra falta de criterio, cometemos un segundo error: la ilusión de la transparencia.

La gente que se expresa bien, las personas seguras de sí mismas, que nos dan un apretón firme de manos, que son amables y atractivas, transmiten credibilidad. Las nerviosas, cambiantes, balbuceantes e inseguras, que dan explicaciones complejas y enrevesadas, no.

Discriminamos por sistema a una clase de personas que, sin haber hecho nada punible, contradicen nuestra ridícula idea sobre la transparencia. Las personas discordantes.

En el folclore ruso hay un arquetipo llamado yurodivy o loco sagrado. Es un inadaptado social (excéntrico, poco amable, a veces incluso demente). El loco sagrado dice la verdad porque es un marginado. Aquellos que no forman parte de las jerarquías sociales existentes son libres de soltar verdades incómodas o cuestionarse cosas que el resto damos por sentado.

En nuestro acervo cultural más cercano también lo tenemos, recuerda El traje nuevo del emperador de Andersen. El niño que revela que el rey va desnudo también es un loco sagrado.

Y, como sociedad, necesitamos locos sagrados de vez en cuando.

Quizá, después de todo, bien haríamos en enfrentarnos a temas o personas desconocidos con otro talante.

Como dice la máxima hipocrática: ‘Lo primero, no hacer daño’.

Y puesto que somos bastante malos en detectar mentiras apostemos por la moderación, la cautela y la humildad.

Al final, los juicios son -o deberían ser- lentos. Si queremos rapidez, para eso están los prejuicios.


Fotografía: Unsplash 

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