Un candidato -de acuerdo con una regla básica, no sé si escrita, de la comunicación política- debe huir como de la peste de las preguntas, debates y explicaciones sobre el sueldo que percibe.
Dado el grado actual de opacidad y escaso respeto por el ciudadano y su derecho a acceder a determinada información que debería ser pública, no me extraña.
Solo hay que ver algunas reacciones, por más que se hubieran ensayado, ante la temible pregunta:
Pero se trata de un error, un error que alimentan los políticos y que agranda la brecha que les separa de la ciudadanía a la que afirman representar.
El problema no son los sueldos en sí, ni los privilegios que disfrutan sino la falta de explicación, la ausencia de sensibilidad para difundir de un modo sencillo y natural los ingresos que percibe un servidor público en el ejercicio de sus funciones.
Hemos de reconocer que es difícil. Es casi imposible argumentar, con un mínimo de rigor, cómo algunos alcaldes ganan más que el Presidente del Gobierno.
Porque el problema no son los sueldos. Es la falta de transparencia. Es la endogamia que convierte muchas veces a los partidos en máquinas perfectas de colocar a sus afiliados en cualquier puesto, aunque se carezca de una trayectoria profesional previa (de la posterior ya ni hablamos).
Porque en el fondo el sueldo de determinados políticos es ridículo. Que el Presidente del Gobierno gane 78.000 euros, con una dedicación exclusiva y un grado de responsabilidad máximo, es ciertamente sonrojante.
¿Cuál es la solución?
Quizá algo tan sencillo de enunciar y tan difícil de lograr como dignificar la política, elegir aristócratas en el sentido clásico del término: gobiernos que se nutran de los mejores, los más cualificados, los más preparados, bien remunerados y con un contrato temporal de servicio en favor del bien común.
¿Difícil? Con la estructura actual de los partidos políticos y el grado de madurez de la sociedad, me temo que imposible.
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