La gestión de la imagen de una organización, como elemento central de un plan de comunicación, siempre debería ser parte de la estrategia general de la empresa. En el caso de un país, la cosa se complica: ¿Quiénes son los responsables de la imagen que se proyecta? ¿El gobierno? ¿Los partidos políticos? ¿El tejido social?… ¿Cómo se gestiona? Aunque con necesarias matizaciones, por los diferentes grados de responsabilidad, parece claro que es una cuestión de todos.
En ese sentido, todos nos deberíamos sentir un tanto avergonzados de la imagen que España proyecta con relación al conflicto del Sáhara, con el telón de fondo de su siempre delicada relación con Marruecos.
No sólo abandonamos nuestras obligaciones legales como potencia ocupante del Sáhara Occidental en 1975 sino que vamos camino de terminar de olvidarnos también de las morales.
En este sentido, como en casi todos, los ciudadanos españoles siempre han estado muy por delante de la sensibilidad política de sus dirigentes, independientemente del partido político que gobernara; con un compromiso y una determinación que han permitido al pueblo saharaui amplificar su voz para reclamar el derecho a pronunciarse libremente sobre su futuro.
El último capítulo del intento continuado de Marruecos por sofocar este grito, avalado por la comunidad internacional con su indiferencia cuando no con su apoyo tácito, ha llegado con el ataque al campamento saharaui ubicado a las afueras de El Aaiún y la violenta represión posterior.
Marruecos no sólo se equivoca sino que amenaza con dilapidar la enorme oportunidad histórica que se abría con el proyecto de autonomía anunciado en el año 2000 por Mohamed VI. La falta de un germen democrático que diese vigor a esta iniciativa puede conducir, en palabras del catedrático de Historia del Islam Contemporáneo de la Universidad Autónoma de Madrid Bernabé López García, al reino alauí al suicidio.
Hecho este paréntesis de contextualización, parece claro que la gestión de la imagen de país que proyecta Marruecos importa poco al entorno de palacio, donde esta cuestión es un principio inalienable de soberanía y cualquier disidencia es condenada hasta con penas de cárcel. En materia de derechos humanos, pese a los indudables avances respecto al régimen de su padre, el reinado de Mohamed VI tampoco tiene muchos reparos. Pero estamos hablando, por utilizar un eufemismo, de un país al que aún le resta un larga senda hacia la democracia.
Otra cosa es el caso de España y de un gobierno como el actual que se vanagloria de apostar por el respeto a los derechos humanos en la teoría pero que luego, en la práctica, se limita fomentar el diálogo y el consenso.
¿Qué diálogo? El del que habla y no deja posibilidad de réplica.
¿Qué consenso? El del acuerdo que se impone por la fuerza o por el peso de los hechos consumados con el apoyo de la comunidad internacional.
La imagen de un país no se proyecta sólo -y desgraciadamente- a través de los brillantes logros de sus deportistas o de su participación, aunque sea meramente testimonial, en reuniones como las de G20 o en ferias internacionales como la recientemente celebrada en Shangai, se proyecta sobre todo en su acción diaria como país y en su influencia en los asuntos internacionales.
Es bastante sencillo realizar una análisis crítico -a las pruebas me remito- sobre este tema cuando no se tiene la necesidad de tomar decisiones que afectan a un país como Marruecos al que nos unen enormes lazos económicos, comerciales, históricos y culturales, pero indudablemente hemos de apostar por algo, no se puede ser eternamente inane. [Una afirmación arriesgada si la dirigimos al actual gobierno español].
Ahí tenemos ejemplos como los de Suiza o Noruega, que han sabido fortalecer su imagen de país a partir de ciertos rasgos continuados de su acción exterior. Potencias de un tamaño y peso aún inferior al de España en la escena internacional pero que han apostado por una señas de identidad que les diferencien y que les identifiquen claramente.
¿Cuáles son en el caso de España?